UNA MENTE FELIZ, por ELAINE FOX
En el vasto y fascinante territorio donde la ciencia se encuentra con las emociones humanas, pocas figuras han brillado con la claridad y el encanto de Elaine Fox, una neurocientífica británica cuya vida parece un reflejo de su propia obra: una búsqueda incansable por entender cómo nuestras mentes pueden inclinarse hacia la luz o sucumbir a la sombra. Nacida en una Irlanda marcada por los ecos de la posguerra, en la década de 1950, Fox creció en un hogar donde la curiosidad era un invitado constante, alimentada por un padre ingeniero y una madre con un talento innato para las letras. Desde niña, su imaginación se desbordaba ante las preguntas más simples: ¿por qué algunos ríen bajo la lluvia mientras otros se esconden? Esta chispa la llevó a la Universidad de Dublín, donde se sumergió en la psicología, y más tarde a cruzar el Atlántico para doctorarse en la Universidad de Pensilvania, un periplo que forjó su mente entre el rigor académico y la diversidad cultural. Hoy, como profesora emérita en la Universidad de Oxford y directora del Centro de Investigación de Emociones y Cerebro, su nombre resuena en pasillos académicos y titulares de prensa, desde Nature hasta The New York Times. Su trayectoria no solo está jalonada por reconocimientos —como el codiciado Premio Spearman de Psicología Cognitiva—, sino por una pasión que trasciende los laboratorios: hacer que la ciencia del cerebro sea un faro para la vida cotidiana.
Casada con un historiador y madre de dos hijos, Fox ha sabido equilibrar la intensidad de su carrera con una vida personal que ella describe como “un experimento constante en resiliencia”. Su carrera despegó en los años noventa, cuando sus estudios sobre la neuroplasticidad y las emociones comenzaron a desafiar las ideas establecidas. Antes de llegar a Oxford, pasó una década en la Universidad de Essex, donde fundó el Laboratorio de Neurociencia Afectiva, un espacio que se convirtió en epicentro de investigaciones revolucionarias. Allí, entre resonancias magnéticas y conversaciones con voluntarios, nació la semilla de Una mente feliz, publicada en 2012 tras años de destilar ciencia compleja en un relato accesible. El libro, que le valió el aplauso internacional y una mención en la lista de bestsellers de The Guardian, no es solo un tratado científico; es el fruto de una mujer que ha navegado sus propios altibajos —desde la pérdida de su hermano en un accidente hasta la alegría de ver a sus hijos crecer— y que encontró en el optimismo una fuerza moldeable. Fox, con su risa fácil y su acento irlandés intacto, sigue siendo una figura magnética, una narradora que convierte ecuaciones en historias y datos en esperanza.
Una mente feliz es mucho más que un libro; es una invitación a mirar bajo el capó de nuestras propias cabezas y descubrir que el timón de nuestras emociones no está del todo fuera de nuestro alcance. Desde las primeras páginas, Elaine Fox nos toma de la mano con una premisa tan simple como poderosa: el optimismo y el pesimismo no son destinos fijos, sino senderos que el cerebro puede aprender a recorrer. Imaginemos por un momento a una joven madre en un parque londinense, temblando de ansiedad mientras su hijo sube a un columpio; a su lado, otra mujer ríe al verlo volar, despreocupada. ¿Qué separa a estas dos almas? Fox nos lleva al interior del cerebro para mostrarlo: redes neuronales que, como caminos en un bosque, se fortalecen con el uso. Con una prosa que fluye como una conversación entre amigos, la autora desentraña cómo la amígdala —ese guardián del miedo— y el córtex prefrontal —el piloto de la razón— libran una danza constante, moldeada por la genética, sí, pero también por nuestras experiencias y elecciones.
El libro arranca con una escena que podría ser un cuadro: Michael J. Fox, el actor de Volver al futuro, enfrentando el Parkinson con una sonrisa que desarma. Elaine usa esta historia como trampolín para explorar cómo algunos logran surfear las olas de la adversidad mientras otros se hunden. A lo largo de sus capítulos, nos guía por experimentos fascinantes: desde voluntarios que ven caras sonrientes en pantallas mientras sus cerebros se iluminan en un escáner, hasta ejercicios prácticos que ella misma probó en su vida, como escribir tres cosas buenas cada noche. Hay un momento inolvidable cuando relata el caso de un veterano de guerra que, tras años de pesadillas, aprendió a redirigir su mente hacia recuerdos de su infancia en las colinas de Gales, un testimonio de cómo el cerebro puede ser un lienzo que rehacemos con paciencia. Fox no esquiva las sombras; dedica páginas enteras a la ansiedad y la depresión, mostrando cómo el “cerebro pesimista” tiende trampas sutiles, pero siempre regresa a la luz, ofreciendo herramientas concretas: mindfulness, reencuadre cognitivo, incluso un paseo bajo el sol.
Lo más destacado de Una mente feliz es su habilidad para convertir la neurociencia en algo tan cotidiano como el café de la mañana. Fox desmonta mitos con elegancia: no, no estamos condenados por nuestros genes; sí, podemos entrenar nuestra mente como un músculo. Nos presenta personajes reales —un taxista londinense que ve el tráfico como un juego, una viuda que encuentra paz en su jardín— y los entrelaza con datos duros, como el hallazgo de que los optimistas tienen un 20% menos de riesgo de enfermedades cardiacas. Hay pasajes que aceleran el pulso, como cuando describe cómo el estrés crónico encoge el hipocampo, y otros que reconfortan, como su relato personal de superar un invierno de dudas con un diario de gratitud. El libro no promete milagros, pero sí una verdad liberadora: nuestras predisposiciones son solo el borrador de una historia que podemos editar.
Publicado en un mundo hambriento de esperanza, Una mente feliz llegó como un bálsamo tras la crisis financiera de 2008, cuando el pesimismo parecía una epidemia. Su impacto trasciende lo académico; ha inspirado talleres, charlas TED y hasta un movimiento silencioso de lectores que comparten sus “listas de cosas buenas” en redes sociales. Fox, con su mezcla única de rigor y calidez, nos deja con una certeza: la felicidad no es un don que se recibe, sino una habilidad que se cultiva. Desde el taxista hasta el veterano, desde su propia vida hasta las nuestras, el libro teje un tapiz que no solo explica cómo funciona el optimismo, sino que nos desafía a probarlo. Es una obra que no se lee con los ojos, sino con el alma, un viaje que empieza en el cerebro y termina en el corazón, dejándonos con ganas de mirar al mundo —y a nosotros mismos— con ojos nuevos.
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